La obra de Marc Chagall es una metáfora poética de los tiempos que le tocaron vivir: la Ucrania de su infancia, la Revolución Bolchevique, el París de la bohemia, las guerras y las persecuciones y, finalmente, su consagración como referente artístico, designado para decorar lugares paradigmáticos como el Metropolitan y L’Opera Garnier. Sus pinturas, sus murales y vitrales son el equilibrio entre sus sueños y la realidad, memoria y presente, la aventura fantástica de plasmar su concepción estética entre lo visible y lo intangible.
Poeta, soñador, personaje exótico y solitario, creó una obra singular que refleja el encuentro entre varios mundos, volcados en una obra extensa e innovadora.
El mayor de 9 hijos de un humilde matrimonio judío, Chagall nació en Vítebsk hacia 1887. Gracias a la influencia de su madre pudo acceder a la escuela elemental rusa. Marc no hablaba ídish, sino ruso, lo que le permitió tomar contacto con la burguesía local y tener una perspectiva más amplia del mundo que la que le ofrecía la estrecha colectividad judía en la que había nacido.
A los 19 años marchó a San Petersburgo para estudiar en la Escuela Imperial de Bellas Artes.
En 1910 obtuvo una beca que le permitió formarse en París, adonde llegó después de cuatro días de viaje. “Solo la distancia hizo que me abstuviera de volver de inmediatamente”, escribió en sus memorias al recordar su primeros días perdido en esa ciudad cosmopolita que, en un principio, sintió ajena.
Inmediatamente entró en contacto con la colectividad rusa que se encontraba en la Ciudad Luz, fascinado por los ballets de Diáguilev, las acrobacias de Nijinsky, la música de Stravinsky y los nobles y millonarios rusos que abrevaban de ese lugar donde se llevaba adelante la gran revolución artística del siglo XX.
Chagall tuvo oportunidad de ver las obras de Van Gogh y Gauguin, los originales de Matisse y el comienzo del cubismo con Braque, Picasso y Delaunay, donde descubrió la geometría secreta de los objetos, no solo para ordenar la complejidad de las formas, sino también para expresar la realidad imaginada, incluyendo sus sueños.
La pobreza le impuso duras formas de trabajo, viéndose obligado a pintar sobre trozos de telas extraídas de cuadros viejos. De esta época data la disposición geométrica de las superficies que le permitió estructurar sus composiciones en diagonales y segmentos de círculos, especialmente en composiciones radiales como la que aplicaría 50 años más tarde para pintar la cúpula de la Ópera Garnier.
En sus cuadros afloran simultáneamente la representación de recuerdos, visiones y simbolismos. Se repiten las cabras como referencia su infancia en Vítebsk, o el violín, instrumento que había aprendido a ejecutar en su juventud y que inspiraría a Joseph Stein para producir su memorable musical: “El violinista sobre el tejado”.
Más allá del simbolismo, se destaca la imagen de Bella Rosenfeld, su esposa, a la que había conocido en 1909 y con quien se casó seis años más tarde a pesar de la oposición de la familia de ella, ricos granjeros que despreciaban al joven pintor. Gran parte de su obra temprana es un canto a ese amor por Belle, con quien estuvo casado 35 años y a quien continuó retratando aún después de muerta.
Después de haber participado apoyando el nuevo acercamiento artístico a los conceptos revolucionarios soviéticos, abandonó Rusia y se instaló en París, desde donde viajó a distintas partes del mundo para exponer su obra. En Nueva York, Tel-Aviv, Holanda y Suiza fue reconocido como “superrealista”, según la descripción de Guillaume Apollinaire, antes de que André Breton acuñara el término “surrealista”.
En 1937, el nazismo incluyó sus pinturas dentro del llamado “arte degenerado”. Esta feroz discriminación le señaló que era tiempo de buscar otros horizontes.
Como ciudadano francés, se trasladó a Marsella, pero entendió que debía poner distancia al conflicto europeo. Gracias a una invitación del MoMa viajó a Estados Unidos, donde permaneció hasta concluida la guerra. En 1944, la muerte de Bella lo sumió en una profunda parálisis creativa que duró diez meses, hasta que el Metropolitan le encargó la escenografía del “El pájaro de Fuego” de Stravinsky.
Chagall salió de su estupor y, de allí en más, su ascendente carrera lo colocó a la altura de los máximos exponentes del arte contemporáneo. Fue convocado para realizar los vitrales de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, los murales del Metrpolitan y el Lincoln Center; pintó la cúpula de la Ópera Garnier encomendada por el entonces ministro Malraux y asistió a la fundación de la Casa Chagall en Israel, donde diseñó los tapices del Parlamento.
Recibió la Legión de Honor y el Centro Pompidou hizo una retrospectiva de su obra.
“No trabajo para ganar dinero, sino para justificar la vida”, afirmaba. Y su obra fue la de un ciudadano del mundo que lo contempló con los ojos de un niño judío de Vitebsk, como un forastero sorprendido ante los avances del siglo XX, testigo presencial de la violencia irracional y también de las creaciones más íntimas y sublimes de la humanidad, a quien regaló su insistente mensaje de tolerancia.